#LiteraturaC
LO SENCILLO Y LO NECIO
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Autor: Gustavo Colorado Grisales
Gustavo Colorado Grisales nos invita en esta ocasión a conocer la novela ‘La Herencia de Eszter’ del escritor húngaro Sandor Marai. Un profundo drama narrado con sencillez, maestría y un amplio conocimiento de las claves del destino humano.
En un mundo donde la sofisticación y el artificio se volvieron valores de primer orden, la sencillez representa poco menos que una tara. Tal vez por eso la esencia de los seres y las cosas, que tanto preocupó a filósofos y poetas, fue suplantada por imágenes intercambiables y fabricadas a criterio de publicistas y expertos en mercadeo, al punto de convertir en norma de existencia una superstición anclada en la certeza de que lo importante no es ser sino parecer.
Todos esos asuntos se le vienen a uno a la cabeza después de leer La Herencia de Eszter, la novela del escritor húngaro Sandor Marai, un artista que después de padecer los horrores por parte de los nazis primero y de los comunistas después, acabó quitándose la vida frente a las playas de California como una prueba de que no hay rincón sobre la tierra capaz de brindar sosiego a los desesperados.
La protagonista de la novela es una mujer perteneciente a la rama decadente de una familia centroeuropea, que una vez vivió una trunca historia de amor con Lajos, uno de esos vividores caros a toda una tradición literaria. La relación siempre estuvo basada en la manipulación física y emocional por parte del hombre, que además sometió a la familia a múltiples estafas, hasta dejarla en los límites de la ruina.
Veinte años después Eszter recibe el anuncio del regreso de su antiguo amor, que no tiene un propósito distinto al de culminar su obra de devastación económica y espiritual. A pesar de saberlo y de recibir advertencias de todos lados, o quizás precisamente por eso, ella sabe que no hay apelación y espera su llegada con un ahínco bastante parecido al amor.
Histrión como es, Lajos cumplirá al pie de la letra su cometido y al final del relato dejará a Eszter sin más recompensas que la reafirmación de su derrota y a las puertas de una indigencia que a esa altura del camino parece importarle bien poco.
Con un profundo conocimiento de la condición humana, el autor nos conduce a través del drama de los protagonistas sin utilizar trucos y menos remitirse a las fórmulas que en nuestros días garantizan un caudal de lectores, sin que importe mucho la calidad de las propuestas. El suyo es un intento por develar las claves del destino, esa vieja noción surgida a la lumbre de las cavilaciones humanas a través de los siglos, que al final del camino nos devuelve, reflejadas en una sucesión de espejos enfrentados, las mil caras del absurdo y fascinante asunto de estar vivos.
Tampoco hay florituras ni explosiones del lenguaje. Mucho menos innovadoras técnicas de narración: la tragedia humana por sí sola es suficiente razón para emprender la aventura de contar una historia, como para estropearla con alardes propios de la pirotecnia y la política.
Y es en ese punto donde la obra de Sandor Marai, como la del italiano Dino Buzzatti, obliga a pensar que todo ese asunto de estructuras, claves secretas y técnicas narrativas que tanto excitan a los editores contemporáneos no es otra cosa que el último recurso de autores que poco tienen para decir y entonces optan por desviar la atención del lector hacia su ingeniosa manera de contar las cosas: la pura fascinación del vacío que, dicen, obsesiona a los trapecistas.
Para avalar el truco parecen existir los expertos que interpretan, recomponen y explican el sentido de esas estructuras, olvidando de paso que, como bien se desprende de la novela de Marai, el propósito de la literatura y del arte en general nunca ha sido otro que el de iluminar las tinieblas del corazón humano, sin necesidad de hacer malabarismos en esa peligrosa frontera que separa a la sencillez de la necedad.
Tomado de: miblog-acido.blogspot.com
EL ROSTRO DE LA NOCHE
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Autor: Gustavo Colorado Grisales
Gustavo Colorado Grisales nos invita en esta ocasión a conocer la serie de novelas ‘Trilogía de los sonámbulos’ del escritor vienés Hermann Broch. Compuesta por ‘Pasenow o el romanticismo’, ‘Esch o la anarquía’ y ‘Huguenau o el realismo’ es un retrato de una de las formas de la interminable oscuridad humana.
I
ARENAS MOVEDIZAS
En las páginas finales de Huguenau o el realismo, la última de las novelas que conforman la Trilogía de los sonámbulos, del escritor vienés Hermann Broch, Alemania arde en llamas. Los resplandores anaranjados del fuego iluminan los pasos erráticos de quienes intentan escapar o aproximarse a lo que suele llamarse Teatro de los hechos.
Estamos en noviembre de 1918, durante uno de los coletazos más feroces del fin de la Primera Guerra Mundial.
La guerra, el final de la guerra, es apenas la metáfora de una época que se desploma sobre quienes la vivieron, convencidos de que pisaban terreno firme.
Pero nada es firme en el mundo de los hombres. Y menos esa materia deleznable llamada Historia, esa suerte de ficción urdida por los anhelos y temores de sus testigos y protagonistas.
Fiel a su propósito de llevar hasta el límite los recursos de la literatura como instrumento para abismarse en los misterios de la vida, Broch levantó este edificio narrativo constituido por tres novelas que después fueron bautizadas con el título de Trilogía de los sonámbulos.
A diferencia de obras totalizadoras emprendidas por otros autores, la Trilogía exige la lectura de las tres novelas, pues los destinos de los acontecimientos y sus protagonistas se enlazan en una urdimbre de la que participan a partes iguales la poesía, la narrativa, la teología, la filosofía y la crónica en tanto en cuanto son elementos acuñados por la humanidad para tratar de comprenderse a sí misma y a las fuerzas externas que la desbordan.
De modo que Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Huguenau o el realismo son los soportes de este trípode sobre el que se alza el espíritu de Broch para contemplar el rostro de la interminable noche humana.
El rostro de lo irracional, de lo más primitivo de nuestra condición, apenas contenido por la estructura de normas y convenciones que esconden otras formas de lo irracional.
Lo que en términos teológicos conocemos con el nombre de El Mal.
El narrador de Huguenau o el realismo nos recuerda que las revoluciones son la rebelión del mal contra el mal. Por eso, salvo las apariencias, no existe diferencia alguna entre el comunismo y el capitalismo. Ambos modelos están basados en “la decisión de elevar las máquinas a objetos de culto, haciendo sacerdotes de los ingenieros y de los demagogos”.
II
LAS INSIGNIAS DEL VALOR
Así las cosas, lo que se desintegra tras la Primera Guerra Mundial no es un modelo político o económico, como creen los historiadores: es una concepción del mundo soportada en un sistema de valores que las aristocracias rurales y su expresión militar y eclesiástica creían eternos: el honor, el valor, el orden. De hecho, en la última parte de la trilogía, Broch emprende una serie de digresiones sobre la naturaleza de esos valores.
Por lo pronto, en la primera página del libro, encontramos al joven Joachim von Pasenow a punto de enrolarse en el ejército. Su padre está convencido de que todo ese mundo de orden y obediencia, de desfiles, uniformes, charreteras y cantos marciales es lo único capaz de mantener en su sitio al universo.
Fiel a esos principios, Joachim duda pero obedece, y eso lo precipita en los abismos de la Historia, de los que no lo salvarán ni un matrimonio de conveniencia ni los violentos alegatos de su padre, como el que encontramos en la página 145:
“Aquí hay que restablecer el orden. Señor notario, ¿se han ocupado de usted? ¿Le han preguntado si bebe vino blanco o tinto? Solo veo tinto. ¿Y por qué no han servido champán? Un testamento hay que regarlo con champán”.
Sobre ese tipo de convenciones se asienta la vida entera de la sociedad.
A modo de contraparte, la vida de Joachim tiene en Bertrand una especie de duende maligno que, a despecho de los valores rurales, decidió emprender el camino de la industria, el dinero y la especulación: símbolos de un mundo que, como el de la burguesía, se abate con su pragmatismo sobre unas vidas que temen al cambio como a la peste: detrás de su sortilegio se esconde el rostro de la noche.
De las tinieblas y sus siempre devastadoras sorpresas.
Para conjurar esas sorpresas los futuros suegros de Joachim deciden instalar un gong en su casa rural:
“El criado Peter estaba en la terraza de la casa señorial de Lestow y hacía sonar el gong. La baronesa había introducido la costumbre de anunciar así las horas de las comidas, desde que estuvo en Inglaterra con su marido. Y aunque el criado Peter se servía de este instrumento desde hacía varios años, sentía siempre un poco de vergüenza al provocar aquel ruido pueril, sobre todo porque el sonido llegaba hasta la calle del pueblo y le había valido el sobrenombre de Tamborilero”.
Más adelante, en las páginas de Esch o la anarquía, encontraremos al próspero y sibarita Bertrand, descreído de cualquier cosa que no sea placer, disolviéndose él mismo en un torbellino que Esch pretende conjurar alentando cada día el sueño, solo el sueño de escapar a una América de leyenda donde todavía es posible la quimera de la felicidad.
En principio, este Esch se gana la vida como Contable y tiene su particular tabla de valores:
“Para un contable el debe y el haber son dos pilares que sostienen el universo entero. Así, si una sola cifra no está en su sitio, el universo entero empieza a tambalearse”.
Estamos ante algo así como la filosofía de la contabilidad por partida doble que constituye la esencia del espíritu burgués.
El mismo espíritu que se expresará más tarde en la figura del ingeniero teniente Jaretzki, un soldado que perdió su brazo izquierdo en la guerra, y como está obsesionado con la simetría desearía que le amputaran también el derecho.
De hecho, el día en que a Jaretzki le instalaron la prótesis se sintió como “Una máquina recién nacida”.
A su modo, con esas palabras estaba expresando el espíritu de los tiempos. Ese espíritu que ya no viaja al ritmo alado del caballo sino a la velocidad metálica del tren:
“Pero ellos son como personas a las que se hubiese despertado excesivamente pronto del sueño, llamándolas a la libertad para que alcanzaran puntuales al tren. Por eso sus palabras son cada vez más inseguras y soñolientas, hasta terminar en un confuso murmullo. Uno u otro añade aún que prefiere cerrar los ojos a una velocidad tan delirante, pero los compañeros de viaje, refugiándose en el sueño, ya no le escuchan”.
Arrojado, igual que sus contemporáneos, al vértigo de las máquinas, cuya expresión más demencial es la guerra, Jaretski está convencido de que los hombres sólo pueden entenderse cuando están borrachos. Por eso pide que le den una borrachera de cualquier cosa: de morfina, de patriotismo, de comunismo…de algo que emborrache del todo. De algo que despierte en todos un sentimiento de solidaridad.
III
EL CERO ABSOLUTO
Broch nos dice así que la Historia se ha desbocado y con ese acelerarse los valores alcanzan su máximo nivel de degradación, porque “Al que se haya frente a la muerte se le concede la libertad de permitírselo todo”.
Y eso es lo que hace el cínico protagonista de Haguenou o el realismo, que se permite incluso el asesinato y el engaño, porque en el mundo de los antivalores esas cosas ya no son crímenes sino anécdotas, datos para una biografía.
A esa altura del camino comprendemos que “La soledad del ser humano es tan grande, que nadie, ni siquiera Dios que lo ha creado, sabe nada de él”.
El espíritu de la época ha migrado hacia el dinero y las máquinas, esas manifestaciones que para el narrador constituyen la quintaesencia de lo infernal, del hombre arrojado a los brazos del sinsentido. Por eso, en el mundo de lo íntimo “La relación entre Hanna y su esposo está fundada en una felicidad puramente anatómica, pobre recompensa para quien busca el absoluto”.
Y ya no hay absoluto en este mundo.
Salvo el cero. Porque en un mundo absolutamente racional no puede existir ningún sistema de valores trascendente. “Es una época tan racional que de continuo ha de estar huyendo”.
Ya no hay asidero: ni siquiera la vieja tabla de salvación ofrecida por protestantes, judíos y cristianos.
Para los judíos, por ejemplo, todo son símbolos. La misma diáspora, que a los ojos de los demás supone un drama, para ellos es símbolo.
Solo que para el hombre máquina de los sistemas engendrados por la Revolución Industrial los símbolos se han extinguido. ¿El resultado? el valor ético del acto y el valor estético de lo realizado pierden su sentido. De esa manera, un mundo que solo haya equilibrio en la rapidez se vuelve invisible hasta para el filósofo.
Y para el narrador la única actividad verdadera es la actividad contemplativa del filósofo.
En la página 698 de la Trilogía, el narrador nos da cuenta de ese estado de cosas:
“Hubo un hombre que huyendo de su propia soledad buscó refugio en la India y en América. Pretendía resolver el problema de la soledad con medios terrenales. Era un esteta y por ello tuvo que matarse”.
Lo que alcanza a intuir resulta pavoroso: en últimas, la guerra es también una manera de resolver el problema de la soledad.
De restaurar el sentido de la comunidad.
A todo eso contribuye el carácter fragmentario y ficcional del Yo, condición que nos revela lo quimérico de toda improbable identidad individual. Porque intuyen eso, los hombres se refugian en la masa y se entregan a los caudillos: es el último y desesperado recurso contra la disolución del ser.
Por eso, en Huguenau o el realismo no cesan de advertirnos:
«Piénsese lo que se piense de la actividad filosófica, comparado con ella el mundo exterior seguirá siendo cada vez menos digno de atención y más insignificante”
IV
EL LLANTO DEL SOLDADO
Al final de la saga, el joven soldado Joachim es ahora el mayor von Pasenov. Antes que en lo material su derrota es espiritual.
Por eso, como todos los vencidos que se rehúsan a propinarse la propia muerte, busca en la palabra del buen Dios alguna clase de consuelo para sus desventuras.
“Después de todo, el mayor von Pasenow era un hombre que anhelaba profundamente recuperar la confianza en la Patria, que anhelaba hallar una confianza visible en las cosas invisibles”.
Ante la irrupción de lo irracional de la razón, que algunos personajes llaman “El asalto de los de abajo”, frente a la intuición de esas formas de lo infinito todos somos sonámbulos.
Y sólo el lenguaje, escamoteado por todos los poderes, puede devolvernos el habla. De una manera u otra, los protagonistas de la Trilogía viven a la espera de ese instante, incluido Huguenau, acaso el más alienado de todos.
“Esperar es como tener un alambre de púas en el espíritu”, reflexiona el narrador de la tercera novela. Lo cual es otra manera de decir que recuperar el habla, el lenguaje es resucitar de entre los muertos.
En esa espera, el mayor von Pasenow se pregunta adonde han ido a parar sus valores cuando, al escuchar la Sonata para Violonchelo en Mi menor, de Brahms, una lágrima se desliza por su mejilla. Pero no nos llamemos a engaño: no llora por las ineludibles devastaciones de la guerra: llora por ese mundo irrecuperable que el músico supo interpretar tan bien: el mundo de claroscuros de los sonámbulos.
Solo entonces comprende, aunque tarde, que la guerra es en realidad nuestro segundo y, acaso, verdadero rostro: el rostro de la noche pues, como ya se ha dicho antes:
“Las revoluciones son insurrecciones del Mal contra el Mal, insurrección de lo irracional contra lo racional, insurrección de lo irracional – bajo la apariencia de razón liberada de sus cadenas- contra las instituciones racionales que, para mantener su estabilidad, apelan, muy satisfechas de sí mismas, al irracional valor del sentimiento que reside en ellas; las revoluciones son la lucha entre la realidad y la irrealidad, entre la violencia y la violencia”.
Justo en ese punto, Broch nos recuerda que esa fuerza invisible que nos empuja es, de todos modos, algo que ha salido de nosotros mismos.
Tomado de: miblog-acido.blogspot.com
RITUALES
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Autor: PlanC
Como parte de nuestro espacio #PereiraTambiénCrea, nuevamente los invitamos a conocer y disfrutar de algunas de las obras representativas de las letras pereiranas. En esta ocasión, un poemario publicado en 1992, y único hasta la fecha, por el reconocido cronista y periodista Gustavo Colorado Grisales
“Definir la poesía es tan imposible como pretender descubrir el ojo de Dios en la atmósfera de nuestro violento paisaje. Una y otro no dejan de ser creaciones, necesidades humanas: la una, para purificar un tanto el castigo de habitar el mundo a través de la palabra. Lo otro, la urgencia de rendirle cuentas a un ser que preferimos superior, como lo expresara Lewis Carrol, “somos niños mayores, también tenemos miedo a que llegue la noche”. El poeta, lo sabe incluso el mismo poeta, es un niño mayor que a menudo hace las veces de Dios, intentando no sólo inmiscuirse en el pellejo sensible de los demás sino también de hacerle ver que sólo a él le ha sido dado sentir y presenciar. Porque el poeta sabe que cada palabra suya se traduce en un peligroso movimiento dentro de la partida de ajedrez que enfrenta con su contrincante, Dios. Ambos, una sola materia, dos ojos, un tablero que combina palabras; al final, un solitario ganador: el poema. Para demostrar lo dicho, se levanta la poesía de Gustavo Colorado, un hombre que, como todo buen poeta teme a las palabras, a su peso; de ahí que su poesía sea liviana, carente de retórica, y pueda volar como el ángel que una vez sembró tres gotitas de sangre en la ventana – en la ventana de su cuarto que mira al mundo – ; porque algo característico en la voz poética de Gustavo Colorado es la entronización del adentro.
El afuera parece decirle tan poco; el adentro lo utilizan sus voces, para no hablar de sus personajes porque bien podría ser uno solo, para anunciar sus soledades. Su poesía desnuda, no alegra, su poesía lacera, no entretiene. A veces parece una voz, un personaje cansado de la búsqueda infructuosa de ese otro pájaro herido que es la felicidad; porque el poeta sabe de lo efímero, de esos pequeños estados de felicidad que fenecen con el coito o al despuntar el alba. Nadie más triste y solitario que el hombre después del coito. Pero es que en este poeta que se firma, tal vez temiendo el olvido, la tristeza y la soledad devienen antes y después del coito.
Al mundo, a esta masa en la que dos cuerpos imposibles se repelen al levantar la sábana, parece mirarlo y entenderlo como un RITUAL, y como en toda ceremonia, los elementos predispuestos, acomodados, estáticos, no podían faltar.
Con Gustavo Colorado podemos dialogar, como quien lo hace consigo mismo, pues, ¿Quién no ha sido fustigado por el inevitable ronroneo del reloj de arena, por “el tiempo que gotea y gotea”, por el espasmo que produce enfrentar el desamor; quién no se ha cubierto el rostro con la sangre de su ángel herido; quién, en últimas, no ha temido a la muerte y por eso escribe aunque sea cartas a su abuela? Quien se crea libre de tales culpas, que tire la primera letra. Al final, lo mejor es cambiar algo en nuestras vidas, creer que Dios sí juega a los dados o viajar con el poeta hacia «un lugar sin memoria/ donde ya nada duele”. Rigoberto Gil Montoya, del prólogo.
Rituales
Gustavo Colorado Grisales
Poesía
1992
Medellín
Editorial Lealon
Páginas: 74
Rituales
En el viejo desván, el hombre
sobre el mantel el matraz,
la sangre, la piel,
los huesos,
el mortero,
la palabra clave.
El propósito:
hacerse mineral
liviano, liso:
no portador de cicatrices.
Ritual parte 2
Vadear otras aguas,
Otros tiempos,
habitar otros cuerpos
y caminar sobre la cuerda
floja de sí mismo
como mandan los cánones
de la buena acrobacia:
con los ojos cerrados
para ver mejor.
Ritual parte IV
La luz enmudece en el cristal
y el día es otra vez la llaga
donde unos ojos
dolorosamente abiertos
no saben más del olvido
que otorgan
los efímeros incendios
de la carne.
Del amor
Días
meses
años enteros
consagrados a la vana y fatigosa tarea
de interrogar oráculos
indagar en Teologías
escudriñar las líneas
de la palma de la mano
y rebajarse incluso a la impudicia de escarbar entre las cenizas del tabaco
Para venir a descubrir
-a esta hora de la tarde
en que emerges desnuda
de entre las sábanas-
que el acto de dejar caer lentamente
las ropas sobre el piso
y asomarse juntos a las diáfanas
y riesgosas aguas de la mutua desnudez
acaso sea el único
en que nos es dado a los hombres
acercarnos a eso que llaman
la comunión de las almas.
Nota para dos que llegaron tarde
¿En qué muro fue escrita?
¿en qué lengua fue dicha?
¿en qué rincón del mundo
estábamos tú y yo
cuando fue pronunciada la palabra?
Del amor
Y volver de (a)
tu cuerpo
gozoso
puro
herido
solo:
como un ángel que cae.
Del desamor
Lo que hoy me queda de ti,
amor
es tan sólo la rutinaria ceremonia
de levantarme,
todavía con el aroma
de los últimos sueños
y dejar un montón
de palabras gastadas
abandonadas a la buena voluntad
de los hombres del correo.
Del verbo, del amor
Tener la palabra “en la punta de la lengua”
y no saber
y no poder decirla
Siempre al borde pero nunca al otro lado
del milagro de hallar
entre esa sarta de metáforas y sílabas
el espejo que te revele algo
acerca de ti mismo:
el más viejo arcano
la razón última
de esa oscura piedra que centellea en tus huesos
que teje
que desteje
la madeja de Ariadna desde donde descubres
que el silencio acaso no consiste en callarse
sino en decir solamente lo esencial:
el renovado deseo
de inventar una lengua
que sólo sirva
para decir te amo.
Consejo para uno que empieza a soñar
Deja que el tiempo realice
-pacientemente y concienzudamente-
su parte del trabajo,
que tu amnesia y la muerte
ya se encargarán del resto.
En un lugar común: el tiempo
El tiempo que me roe:
que se mide a sí mismo
en mis secretas nostalgias;
el tiempo que gotea y gotea
en mi interior
adormecido por sueños
que nunca crecieron
o agitado por aquellos
que aún sobreviven
a pesar de nosotros
me conduce, silencioso y distante
hacia un lugar sin memoria
donde ya nada duele.
Me caeré a pedazos:
hoja a hoja
como los árboles
fieles a la tierra.
y mañana
desnudo y mustio,
seré el puntal
de aquellos
que quieran apostar
a ser Ícaro.
Me deslizo, me sumerjo,
y no logro hallar otra cosa
que el pececillo
frío del tedio
en los rincones donde
se supone,
debería encontrar
tesoros escondidos;
el pozo sin fondo,
las algas del insomnio,
el canto de sirena
que alguna vez
confundí con el futuro.
El autor
Gustavo Colorado Grisales (1960) Pereirano por adopción y desde muy joven ha vivido la ciudad con la intensidad que transmiten sus crónicas. Escritor, columnista y docente universitario con una amplia aparición en medios escritos y radiales del país. Director del Área Cultural de Comfamiliar Risaralda. Premio Nacional de Periodismo Semana ‘El país contado desde las regiones’ (2011). Premio Regional de Periodismo Hernán Castaño Hincapié (1999 y 2005). Ha publicado los siguientes libros: El último verano de Tony Manero (1992), Rituales (1992) , Un Altar para la desmemoria (1942) , Rosas para rubias de Neón (1997) , No disparen, soy solo el cronista (1999), Besos como Balas (2004), Yo me bajo en Atocha- crónicas de la migración (2008), Crónicas del Diablo (2013), Esta tierra es mi tierra (2015). El primero de cuentos, el segundo de poesía y el resto de crónicas. Pueden leerlo en miblog-acido.blogspot.com/
LAS ALAS ROTAS DE “EL HALCÓN MALTÉS”
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Autor: Gustavo Colorado Grisales
Fue un hombre convencido de que se debe vivir como se piensa o no pensar en absoluto. Gustavo Colorado Grisales nos invita en esta ocasión a conocer un apasionante libro que nos revela la vida y obra del escritor norteamericano.
En el año de 1530 los Caballeros de la Orden de Malta le regalan al emperador Carlos V una estatuilla con forma de halcón que, según la leyenda, contenía en su interior una o varias piedras preciosas.
Igual que hoy, así se jugaba al poder político en esos tiempos.
Cuatro siglos después, en la soleada San Francisco, el detective Sam Spade le sigue el rastro a una banda de forajidos que a su vez persiguen la pista de la joya.
Como bien sabemos, El Halcón Maltés es la más celebrada novela del escritor norteamericano Dashiell Hammet. La obra fue llevada al cine por John Houston en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial.
El poderoso efectismo del cine hizo que desde entonces asociemos a Sam Spade con el rostro inteligente, duro y cínico del actor Humphrey Bogart.
Pero Sam Spade es mucho más que eso: es el símbolo de una época en la que las ilusiones de progreso incesante, gestadas desde el Renacimiento y apuntaladas por la Revolución Industrial se venían abajo.
Entre una guerra mundial y otra se produjo el desastre económico de los años treinta y se abrieron las puertas para que a la alegre y despreocupada década del veinte le sucediera un encadenamiento de pesadillas que ya no tendría fin.
El sueño americano resultaría ser tan seductor, elusivo y frágil como El Halcón Maltés.
Pero ¿Quién fue este Dashiell Hammet?
A revelarnos sus múltiples rostros dedica la escritora Diane Johnson las cuatrocientas páginas de su libro Dashiell Hammet, Biografía, publicado en español por Seix Barral en 1985.
Autora a su vez de cinco novelas, Johnson se consagró a escudriñar en la vida y obra de Hammet con agudeza y paciencia dignas del mismo Spade.
Desde los días de infancia del escritor, los conflictos con su padre y su permanente persecución de un algo que siempre se le escapa de las manos, Diane Johnson teje una trama que muy pronto trasciende los modelos de la biografía convencional para adentrarse en un universo que es a la vez el de la mente de Hammet, lúcida y atormentada, y el estado de conciencia de un país poseído por la corrupción y asediado por el fantasma del comunismo.
El mismo fantasma que anunciaran Marx y Engels en su célebre Manifiesto Comunista.
Como Spade, Dashiell Hammet fue un hombre convencido de que se debe vivir como se piensa o no pensar en absoluto.
Por eso, su biógrafa nos lo muestra paladeando las delicias de su éxito como escritor y guionista de cine, al tiempo que se enfrenta sin miedo a la cacería de brujas desatada por el Comité Nacional para las Actividades Antiamericanas, que acabaría llevándolo a la cárcel durante una temporada.
Eran los días más duros del maccarthysmo.
Algunos personajes de sus novelas y cuentos dejan ver esa característica de la personalidad de Hammet: su irrenunciable vocación de ser coherente, sus convicciones políticas y su voluntad de mantenerse honrado en un mundo que olía a podrido por todas partes.
Para documentarse a fondo, Diane Johnson habló con la ex esposa del autor, con sus hijas, colegas, antiguos compañeros de Hollywood, camaradas de luchas políticas y vecinos.
Consultó además antiguos archivos, sobre todo los de los juicios que se le siguieron y eso le permitió aproximarse a los sentimientos del americano promedio durante esos días de paranoia en los que, como en cualquier Estado totalitario, el vecino que compartía la cena con uno la noche anterior era capaz de denunciarlo ante el todopoderoso FBI a la mañana siguiente.
De sus tiempos tempranos como detective de la agencia Pinkerton, Hammet aprendió dos cosas que ya no lo abandonarían: que frente a los embates del poder la vida humana vale menos que nada y que detrás de las vidas en apariencia exitosas alienta siempre esa clase de sordidez que es la expresión más humana del sinsentido de todo.
Es decir, la misma clase de certezas que deja entrever un autor como Albert Camus en todas sus obras.
Esa desconfianza en el mundo hizo que a Hammet no le importaran ni el dinero ni la gloria.
Por eso, cuando los alcanzó, los dilapidó a manos llenas hasta volver a la pobreza y el anonimato iniciales.
Para él esa vuelta al camino constituía la única forma posible de redención.
Nunca le importó si ese viaje implicaba ahogarse en litros de alcohol o perderse en el mundo sin ilusiones y por eso mismo tan sincero de las putas.
Al final el libro de Diane Jonhson nos muestra a Hammet agonizando en su cama de hospital, mientras la leal y estoica Lillian Hellman, escritora, amante y amiga del novelista lo ve contemplar con horror el rostro de la nada.
Con las alas ya del todo rotas, El Halcón Maltés alcanzaba finalmente un instante de sosiego.
Tomado de: miblog-acido.blogspot.com
LOS VASOS SILBANTES
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AUTOR: PlanC
Como parte de nuestro espacio #PereiraTambiénCrea, nuevamente los invitamos a conocer y degustar de lo mejor de las letras pereiranas. En esta ocasión, un poemario publicado en 2015 que nos recuerda esos versos concebidos a la antigua usanza.
“Los vasos silbantes y otros poemas es un libro con una propuesta interesante que tanto reside en el lenguaje que utiliza como en su temática. Una poesía de versos cortos a veces con un juego expresivo que toca el hermetismo y que, por la utilización de cierta métrica y cierto léxico, recuerda a León de Greiff. Esto sucede, particularmente, en la primera parte titulada “Los vasos silbantes”. En cuanto a la temática, esta gira en torno a las labores del poeta, a sus inquietudes y sus búsquedas y rememoraciones ocurridas en lugares a veces identificables de la geografía nacional.
Escepticismo y humor airean favorablemente a los poemas. Brevedad y contundencia, nostálgica rememoración de un pasado que no es grandilocuente ni exclamativa, ni mucho menos sensiblera, sino que está cargada de una leve ironía y un lirismo acertado.
Un libro que se enmarca en las nuevas búsquedas de la poesía colombiana actual y que tiene, de igual modo, un anclaje en la tradición que viene de la poesía de Los Nuevos y de la Generación Desencantada.”. Pablo Montoya, del prefacio.
El libro fue presentado en la Feria del Libro de la Cámara de Comercio de Pereira, en el Café Literario Amélie y en el Taller de Poesía de Comfamiliar Risaralda. Se puede adquirir en las librerías Roma y Centro Cultural de Pereira.
Los vasos silbantes
Gustavo Adolfo Acosta Vinasco
Poesía
2015
Pereira
Editorial Jirafa Enana
Páginas: 74
Esta tarde que envejece
como una fruta vieja
lenta expira una espuma de murmullos
Sólo el ansia
imperturbable
alzará su ceño antiguo,
cansado, inagotable.
Comprás libros como un profesor,
almorzás en restaurante a diario como
si tuvieras sueldo tiempo completo;
te ponés gorra de jubilado
y dormís, vivís, bebés y fumás como
un solterón o un viudo.
Escribís como un nobel póstumo,
soñás como se sueña en la ingenua
Infancia, te reís como un cínico muy rico
que aunque acechado y consumido
tuviera una guerrilla personal,
galán de novatos,
sofista de tiempo espectacular,
que tu saber oracular
te lleve a la tumba pronto
pues no queda más que un tonto
al cual urdir y timar,
tu otro yo.
En tus ojos
puedo leer los caminos
de mis manos.
Calle 13
Era un espacio apacible entre los ruidos,
pozo sin fondo, rincón sin sombras,
y en el centro una escultura de silencios.
Allí rebotaron los cauchos de las bicicletas infantiles,
corrieron los primeros pasos de los últimos hijos
y no pocas parejas de amantes se soltaron de las
manos
para mirarse de frente.
En un amanecer intempestivo
corrió la sangre por los resquicios
de las losas gastadas, ella se mezcló con el vómito,
el horín y el ollín de la ciudad
y llegó la noche.
Nueve
Esa librería que existía en tu recuerdo
ya no está.
El restaurante donde alguna vez cenaste
en compañía de alguien a quien mirabas a los ojos
volvió a ser un garaje.
La casa de tus abuelos
En sus bases germina la humedad
como una maldición
y las sombras de las tías
se convirtieron en cazadoras de goteras.
Voz de las aguas mansas
Cómo me pides que corra
viéndome aquí
con las venas abiertas.
Reseña
“Vamos por nuestro cuerpo como quien conduce una nave al garete en un laberinto que somos nosotros mismos. Afuera palpita el mundo, sordo y mudo hasta que una palabra, un signo, le da cuenta de quienes lo habitan: hombres, piedras, bestias.
En las grandes tradiciones, el poeta es el encargado de decir la primera palabra, de lanzar la señal para iniciar —reiniciar— el diálogo perdido entre el mundo y sus criaturas. Esa es su tarea desde el comienzo de los tiempos. Pero con bastante frecuencia, el encargado de mantener vivo ese fuego olvida que la poesía es un medio, no un fin, y se pierde en la contemplación de sus propias destrezas: Narciso asediado por los resplandores de su belleza. La poesía deviene así artificio de joyero.
Justo en ese momento el poeta sabe que es hora de lanzarse a las calles, para recuperar entre el vocinglerío la exacta dosis de silencio que le da sentido al poema. Buen cronista como es, Gustavo Acosta tiene oído de músico callejero y emprende la tarea como mandan los cánones: sin prisa pero sin pausa.
El resultado es un breve poemario de setenta y cuatro páginas titulado Los vasos silbantes, en el que, entre otras cosas, se ocupa de tres asuntos: lo frágil, lo blando y la extrañeza. Somos pájaros de cristal que aletean entre las rocas de un acantilado. De esa experiencia surge la noción de extrañeza: podemos desintegrarnos al menor descuido.
Esa misma condición nos hace osados: si de todas maneras hemos de hacernos añicos, bien vale la pena emprender el vuelo. Por eso mismo: “Los huesos de un solitario deberían / ser enterrados en el sitio de sus angustias. / A qué agravar la maldición trasladándolo”, se lee en uno de los versos. Si asumió su condición de expatriado, es decir, de algo frágil, blando y extraño, un hombre deberá aceptar su destino hasta el final.” Gustavo Colorado Grisales.
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El autor
Gustavo Adolfo Acosta Vinasco (Pereira, 1974) es cronista, editor, traductor y docente. Realizó estudios de Filosofía en la Universidad de Antioquia y de Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana. Fue editor de contenidos de los periódicos Pulso y La Tarde de Pereira – del último posteriormente fue redactor de Especiales – , y cofundador de la Corporación Ciudad Latente. Textos suyos han sido publicados en los tabloides La Hoja y Gente (Medellín), Ciudad Cultural (Pereira), y en las revistas Comfamiliar Risaralda, Odradek – El Cuento y Folios (Universidad de Antioquia), entre otras publicaciones. Ha publicado los libros “Fantasías, epigramas, ilusiones” (ensayo), “Antología impersonal 1994-2009” (poesía), “Crónicas, perfiles y entrevistas”, “Sexta generación y otros cuentos” (2010) “La dieta de la hiena” (2013) y “Un pacto con el diablo” (2016) en el marco del 44 Salón Nacional de Artistas (Aún), reeditado en 2018 por El Peregrino Ediciones bajo el título “Pacto con el diablo. Los hermanos de la sombra”. Fue editor del libro “Historia de Pereira 150 años” (2013), publicado por el periódico La Tarde y la Academia Pereirana de Historia.
UNA ESCALERA AL INFRAMUNDO
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Autor: Marcos Fabián Herrera Muñoz
Décadas atrás, muchas de las obras del llamado indigenismo literario derivaron en bodrios folcloristas con escasos logros artísticos, determinadas más por la exaltación que por su rango estético. Con el paso del tiempo han surgido novelistas en Latinoamérica obsesionados con otras miradas hacia los pueblos originarios. La de Rey Rosa es una estética de la degradación que se despliega en dosis exactas de precisión dantesca.
El mundo indígena, en su diversidad étnica y complejidad cultural, se afianza como el bastión de resistencia a la claudicación de la democracia.
Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre
Rodrigo Rey Rosa
Guatemala
Novela
2020
Editorial Alfaguara
Décadas atrás, muchas de las exploraciones literarias del mundo indígena, tan celebradas por su exotismo y arriesgada experimentación estética, derivaron en bodrios folcloristas con plausibles reivindicaciones políticas pero escasos logros artísticos. El afianzamiento de arquetipos convertidos en marcas registradas para celebrar los provincialismos, y el fervor nacionalista que convertía al escritor en portavoz de un territorio y a su obra en un emblema, malogró, por obra del desgate de las fórmulas, las tentativas novelísticas que se aventuraron a indagar los enigmas del universo ancestral de América Latina.
Los nombres de Manuel Escorza, José María Arguedas y Miguel Ángel Asturias son, por fuerza de la tradición, los referentes para remitirnos a dicha vertiente. Con obras dispares en su factura, el indigenismo literario advirtió una realidad que emplazaba a los escritores a interpretarla.
Alrededor de este incitante desafío para la literatura latinoamericana, siempre se esgrimieron contrapuestos postulados que testificaban la enardecida disyuntiva para los escritores. Hubo quienes creyeron que toda posibilidad creativa derivada de la revisión de la esfera aborigen debía estar predeterminada a la exaltación. Sin observar el rango literario, esta corriente destiñó muchos libros que legaron solo un testimonio sociológico.
También existieron entusiastas de la naturaleza montaraz y de la cosmovisión de los nativos, que cerraron toda tentativa de desciframiento de la faceta autóctona, por creerla sagrada y solo digna de valoración desde su cariz contemplativo. Pasados los años, y lejos de las doctrinas y los movimientos, hoy se confirma que el auscultamiento de los pueblos primigenios de América Latina es para la literatura un rico filón, que antes que agotarse, se explaya en los pliegues inexplorados de nuestros países de historias turbulentas e inacabadas.
En Guatemala, la expoliación ha pervivido como una manifestación de todos los tipos de poder. Bien sean los colonos, los militares, las satrapías, las multinacionales o la iglesia, en este país, en el que la violencia ha sido no solamente la partera de la historia, sino también, su niñera e institutriz, las luchas por su autodeterminación han configurado un largo litigo con opresores de distintos rostros.
Dicha violencia, examinada desde los márgenes de la historia, y puesta a contra luz a partir de los códigos que se erigen en pautas de comportamiento para los amparados bajo la égida del hampa, ha sido la obsesión de Rodrigo Rey Rosa. Su escritura, siempre febril y crepitante, le ha permitido diseccionar la vida de un país en el que la ley es una lejana entelequia, y el poder, una conjura de variados orígenes apropiada de los métodos del desafuero. La suya, es una estética de la degradación que se despliega en dosis exactas de precisión dantesca.
La Carta del Ateo Guatemalteco al Santo Padre, escrita por un hombre de inquietantes resonancias biográficas y similitudes nominativas con el novelista, llamado Román Rodolfo Rovirosa, expone a su Santidad el Papa Francisco, el dilatado y tortuoso proceso de defensa de unos territorios liderados por unos cofrades de la provincia de Sololá y Chimaltenango. Esta epístola, como recurso de la lúdica novelística, sirve de umbral a la ficción. Lo que encontrará el lector de esta novela es un relato, en el tono de vértigo y desasosiego al que nos tiene habituados en sus libros, en el que dos dimensiones se fusionan con audacia. Un ejercicio disolvente que un comparador de religiones guiado por su avidez intelectual y su filantropía genuina, nos devela en sus impenitentes viajes a la localidad de Canjá.
Este personaje, asediado por ruidos espectrales en sus noches de insomnio y de delirios concupiscentes, perturbado por sus búsquedas antropológicas, de la mano de don Melchor —¿Chamán, baquiano, brujo o sabio? ¿O todas esas investiduras fusionadas en el mismo hombre? —, ingresa a un mundo de arcanos y de pasmosa mixtura de creencias. Como solo puede ocurrir en esta fracción del mundo, una convergencia de saberes y prácticas, de ritos y dogmas, fraternizan las cosmovisiones católicas e indígenas. Manifestación proverbial de aquello que en el lenguaje académico se define como sincretismo.
Lo que encontrará de esta novela es un relato, en el tono de vértigo y desasosiego al que no tiene habituados en sus libros Rodrigo Rey Rosa. Una convergencia de saberes y practivas, de ritos y dogmas, fraternizan las cosmovisiones católicas e indígenas. Dos concepciones, dos lógicas y dos formas de asumir la vida.
Motivado por una vocación justiciera, cuando no mesiánica, la identificación de los autores de la apropiación ilícita de las tierras en las que los nativos habían amoldado a sus concepciones terrígenas el credo de la religión fundada por el apóstol Pedro, se convierte en el fundamento de su labor. Comparar religiones, indagar los universos intangibles que encierran las voluntades de quienes adhieren a una preceptiva e invocan una deidad para salvar sus destinos. Porque los Kaqchikel ortodoxos, en su singularidad mística, reafirman el designio que los pueblos ancestrales de América Latina han seguido desde que se ostenta el apelativo de mundo nuevo: rehacer sus nociones de sacralidad a partir de la incorporación de lo que primero fue impuesto y luego asimilado.
En un país en el que los sucesivos gobiernos han confirmado la imposibilidad de convertir el ejercicio de la política en un diálogo civil, el mundo indígena, en su diversidad étnica y complejidad cultural, se afianza como el bastión de resistencia a la claudicación de la democracia.
Esa misma inexistencia de un proyecto de nación transige con una iglesia despótica e invasora. En Guatemala, ante la descomposición de todo atisbo de civismo, los pueblos originarios han obrado como fortaleza de lo que el mundo occidental denomina ética. En ellos se atesora un cúmulo de saberes incomprendidos para los raseros del conocimiento cartesiano. Esto lo confirman varios pasajes de esta novela.
El haberse decidido a una exploración a los estanques mayas de Canjá, acompañado de su hijo Arqui, marca un punto de quiebre en la novela. Una inexplicable curación ocurrida después de la caída a un barranco de Julio, el hijo de don Melchor, le hace creer que ha presenciado un rito sacrificial. Es la parte del relato, en la que, con sutileza, se confrontan dos concepciones, dos lógicas y dos formas de asumir la vida.
Es la racionalidad de un mestizo agobiado por el peso de lo inexplicable. Es la magia —¿habrá palabra más exacta? — de un universo que se sustrae a los procederes de la ciencia. Es un pensamiento mítico que obra por ensalmo, sin la liturgia del discurso y sobrevenido por una sucesión atávica. Es la develación, con los recursos propios de la novela moderna, de un terreno insondable, que solo un talento como el de Rey Rosa logra convertir, como si apelara a los artilugios de un chamán, en literatura cimera.
El billete de quinientos euros, encontrado entre las páginas setenta y seis y setenta y siete del libro The Uses of Images, abre en el comparador de religiones unas opciones. Una vez decidido en el juego del albur, llega a un casino. Seguro que el dinero ganado en la ruleta debe ser destinado a la causa noble de los cofrades: emprende su último y fatídico viaje.
Rey Rosa, arquitecto de tramas simétricas, construye una alegoría del descenso y la decrepitud. Siempre se huye, pareciera ser la premisa creadora del autor, para encontrar lo insospechado. Un afán vital que en esta novela se entrevera con el desenfreno y la pulsión, rasgos que se entrelazan con la vorágine de un país en el que la muerte no es castigo ni condena. Solo un designio que arrastra a los hombres, con fuerza infernal, tal vez al vacío, o a ese remanso de silencio y paz en el que se sumerge el comparador de religiones en su último duelo.
Tomado de la revista de la Universidad de Antioquia.
- Nació en El Pital (Huila). Periodista cultural y crítico literario en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Colaborador habitual en las páginas culturales del diario El Espectador de Colombia. Autor de los libros El coloquio insolente: conversaciones con escritores y artistas colombianos (2008); Silabario de magia – poesía (2011); Palabra de Autor – conversaciones con escritores (2017); Oficios del destierro (2019) y Un bemol en la guerra – cuentos (2019).
LA PARADOJA DE ‘LA ISLA DE LAS FLORES’
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Autor: Martha Estefany Escobar // IG @estefaniando_ando
En 1989 el brasilero Jorge Furtado dirigió el corto documental ‘La isla de las flores’. Un retrato de la vulnerabilidad humana a través del recorrido de un tomate. Después de 30 años de su realización aún vale la pena volver a verlo.
Ficha Técnica:
Título original: Ilha das Flores (La isla de las flores).
Año: 1989 // 13 min. Brasil
Dirección: Jorge Furtado
Guion: Jorge Furtado
Música: Geraldo Flach
Fotografía: Sergio Amon, Roberto Henkin
Dirección de Arte: Fiapo Barth
Dirección de Producción: Nora Goulart
Montaje: Giba Assis Brasil
Asistente de Dirección: Ana Luiza Azevedo
Productores: Monica Schmiedt, Casa de Cinema de Porto Alegre, Giba Assis Brasil e Nora Goulart
Premios: 1989: Festival de Berlín: Oso de Plata (mejor cortometraje)
Género: Documental | Sátira. Pobreza. Drama social. Cortometraje
Sinopsis: Documental que muestra de forma satírica la cruda realidad de la sociedad brasileña de la época, la falta de conciencia, la miseria que lleva a la degradación del ser humano. Considerado uno de los cortometrajes documentales más importantes de la historia de su país, ganador en Berlín y en otros festivales.
«Del hambriento es el pan que tú retienes, del desnudo es el manto que tú arcas»
San Basilio
Un documental altamente impactante y de poca duración. No se necesita más. Y aunque parezca repetitivo desde su inicio, en cuanto al manejo de los planos y al guion, deja un mensaje muy importante; profundo y consecuente aún a los tiempos actuales – a más de 30 años de su realización.
Su autor, Jorge Furtado (1959, Brasil, Porto Alegre), muestra de manera alegórica la pobreza económica que afecta a ciertos grupos sociales de su país. Y además usa de título, con más ironía que descripción, un bello nombre que corresponde a un lugar poblado por personas con muy baja calidad de vida, y que funciona como vertedero.
¨Hay pocas flores en La isla de las flores¨.
Este tomate pasa por las manos de seres inteligentes, de pulgar oponible y encéfalo desarrollado, que intercambian dinero por bienes y servicios. Uno de ellos en un momento determinado tira el tomate a la basura, en cuanto se percata de su mal estado, olía feo. Pero eso no es el fin para el pintoresco fruto, porque poco después – como parte de esa cadena – pasa a alimentar a los cerdos que habitan en La isla de las flores. Y aún queda más: sigue siendo aprovechado por otros sujetos de esta figurativa cadena cuando ya no hay nada más que rescatar.
¨Lo que coloca a seres humanos después de los cerdos en la prioridad de elección de alimentos es el hecho de no tener dinero ni dueño¨.
Este sistema de intercambio demuestra que todo va a parar al mismo lugar, como en la película El hoyo de Gadel Gaztelu-Urrutia (2019). Lo atractivo de este corto documental es la manera como muestra a las personas: seres humanos con características morfológicas iguales, todos siendo relativamente funcionales dentro de un sistema.
Jorge Furtado es reconocido internacionalmente por la realización de este documental. Su trayectoria abarca la medicina, el periodismo y las artes, convirtiéndose finalmente en un reconocido libretista y director de televisión en su país.
Uno de los mayores logros de su corto documental es mezclar el dramatizado con el sin sentido, para ilustrar eso que muchos llamamos la absurda realidad. De ahí que lo sistemático y repetitivo sea un efecto buscado, dándole claridad y fuerza al concepto crítico frente a la economía y sus aberraciones políticas.
Lo puedes ver en YouTube: La isla de las flores (Jorge Furtado)
OTROS INFIERNOS
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Autor: Gustavo Colorado Grisales
Gustavo Colorado Grisales nos invita en esta ocasión a conocer la novela ‘El cuento de la criada’ de la escritora canadiense Margaret Atwood. Una parábola sobre el tránsito de hombres y mujeres por los círculos del infierno en busca de la redención.
Tal como lo conocemos, el mundo es en sí mismo una distopía: una sumatoria de lo no deseable.
Por eso, las distopías literarias lo son por partida doble: obras como 1984 o Fahrenheit 451 proponen universos cuyas dimensiones cobran siempre la forma de una pesadilla donde los hombres devienen forjadores de infiernos.
El cuento de la criada, la novela de la canadiense Margaret Atwood, pertenece a esa categoría.
Los Estados Unidos de América y las instituciones que le dieron sentido se han disuelto en medio de una de esas sacudidas de la historia que no dejan, como suele decirse, «piedra sobre piedra».
En su lugar ha surgido Gilead, una teocracia en la que cada uno de los actos humanos es controlado con monomaníaca puntillosidad.
Corre el mes de junio de 2195. En la universidad de Denay, Nunavit, se adelanta el Duodécimo Simposio de Estudios Gileadianos. En una de las sesiones, el profesor James Darcy Piexioto deja caer sobre el auditorio un dato inquietante: la autenticidad de un manuscrito conocido bajo el título de El cuento de la criada, un brutal testimonio sobre las condiciones de vida de las mujeres en Gilead.
En realidad no se trata de un manuscrito. En un cajón abandonado por el ejército fueron encontrados treinta casetes en los que, disimuladas entre canciones de Elvis Presley, Boy George y Twisted Sister fluyen las palabras de una mujer que da cuenta de su confinamiento en un lugar que funciona a partes iguales como cárcel y como centro de lavado de cerebro, o de reeducación, como les gusta decir a los campeones de la corrección política.
De modo que estamos ante una difícil transcripción, con todos los riesgos que eso implica.
Si se quiere, El cuento de la criada es un palimpsesto, en el que los lectores deben arreglárselas para discernir el testimonio que palpita entre la música, las letras de las canciones y el relato propiamente dicho.
Para empezar, lo narrado por la autora puede haber sucedido en los años cincuenta del siglo veinte, durante el inicio del reinado de Elvis Presley, o en los sofisticados ochentas, cuando la ambigüedad sexual de Boy George y los Twisted Sister hacían de las suyas en los videos de MTV.
El relato, entonces, transcurre en un territorio de sombras: nada hay claro en el infierno.
La narradora misma vive en una frontera donde la humillación es parte de una doctrina que apunta todo el tiempo a la degradación del ser.
En Gilead, las mujeres son apenas vientres para la reproducción. El resto es miedo, sangre, penumbras, como nos lo hace saber la narradora en la página 359 del libro:
“Lamento que en esta historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o descuartizado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo.
También he intentado mostrar algunas de las cosa buenas, por ejemplo las flores, porque ¿a dónde habríamos llegado sin ellas?”
La realidad es una sociedad donde la infamia es reproducida y prolongada a través de estructura de castas cuyo único propósito es atizar el descenso a través de las distintas escalas de la degradación: Ojos que vigilan, tías que controlan, criadas que deben prestar sus vientres para garantizar la reproducción, comandantes esclavizadores y esclavos a la vez, como ha sucedido siempre a lo largo de la historia.
La narradora lo evoca de esta manera:
“ O recordarías historias que habías leído en los periódicos sobre mujeres que habían aparecido- a menudo eran mujeres, pero a veces también hombres, o niños ,lo cual es terrible- en zanjas, o en bosques, o en neveras de habitaciones alquiladas o abandonadas, con la ropa puesta o no, vejadas sexualmente o no; asesinadas, en cualquier caso. Había lugares por los que no querías caminar, precauciones que tomabas y que guardaban relación con las cerraduras de ventanas y puertas, con el hecho de echar las cortinas y dejar las luces encendidas. Cada uno de estos actos era una especie de plegaria; esperabas que te salvara. Y en gran medida lo hacían. O si no eran ellos debía de ser otra cosa; podrías asegurarlo por el hecho de que aún estabas viva.”
Estar vivo, sentir que la sangre palpita en las sienes constituye en todos los casos el único anhelo de los hombres y mujeres que surcan las cuatrocientas doce páginas de esta novela. De este descenso a los infiernos que, en últimas, alimenta el decurso de toda distopía.
Aunque a veces, en las frecuentes noches de desvelo, los deseos van un poco más allá:
“Aparto la sábana y me levanto con cautela; voy hasta la ventana, descalza para no hacer ruido, igual que un niño; quiero mirar. El cielo está claro, aunque la luz de los reflectores no permite verlo bien; pero en él flota la luna, una luna anhelante, el fragmento de una antigua roca, una diosa, un destello. La luna es una piedra y el cielo está lleno de armas mortales, pero qué hermoso es de todas formas, por Dios.
Me muero por tener a Luke a mi lado. Deseo que alguien me abrace y pronuncie mi nombre. Quiero que me valoren como nadie lo hace, quiero ser algo más que valiosa. Repito mi antiguo nombre, me recuerdo a mí misma lo que hacía antes, y cómo me veían los demás.
Quiero robar algo.”
Recuperar el antiguo nombre. La identidad como mujer y como perteneciente a la dimensión de lo humano: he ahí el sentido de El cuento de la criada. Una parábola sobre el tránsito de hombres y mujeres por los círculos del infierno en busca de la redención.
Tomado de: miblog-acido.blogspot.com
«PREFERIRÍA NO HACERLO»
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AUTOR: Gustavo Colorado Grisales
Gustavo Colorado Grisales nos invita en esta ocasión a conocer uno de los escritores uruguayos más importantes de los últimos tiempos, Mario Levrero y su libro “La novela luminosa”, una especie de ¿Diario? ¿Novela? que confronta al escritor con su propio oficio.
Comprimido entre Brasil, Argentina, el Río de la Plata y el Océano Atlántico, Uruguay es el país donde nacieron dos grandes escritores que nos interesan de manera especial para este asunto: Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti.
Más bien ignorado por la crítica y los lectores el primero. Reconocido y consagrado el segundo, ambos son autores de una obra narrativa que, aunque disímil, a poco que uno se adentra en sus páginas encuentra un elemento común: las dos están habitadas por unos personajes fantasmagóricos que no alcanzan a asirse del todo a las anclas de la realidad.
La novela La casa inundada y el libro de cuentos Nadie encendía las lámparas, de Felisberto, narran historias que nunca se desanudan, porque los personajes jamás acaban de existir del todo. Es como si alentaran la idea- ya que no la esperanza- de que al otro lado del mundo los aguarda la mano que acabará de completarlos.
Algo parecido pasa con esos hombres y mujeres que van y vienen por un pueblo fantasma llamado Santa María, creado por Onetti a modo de albergue provisional para sus criaturas.
De algún modo, participan de la condición difusa de ese Bartleby creado por Herman Melville, un hombre en apariencia oscuro, pero en realidad poseído por la lucidez absoluta, al punto de que prefiere replegarse en una negativa a participar en los negocios del mundo. Cuanto más importantes parecen, más vacíos de sentido se revelan antes sus ojos.
Por eso, ante las seducciones del mundo y las imposiciones del poder, siempre se las arregla para responder: “Preferiría no hacerlo”.
De esa materia está hecho el libro La novela luminosa, del también uruguayo Mario Levrero, nacido en Montevideo en 1940 y muerto en la misma ciudad en 2004.
Para empezar, nunca sabremos si se trata de un diario personal que simula ser una novela o de una ficción construida con la estructura de un diario.
El Levrero personaje y el Levrero escritor plantean de entrada el primer acertijo: ¿Quién narra?
De cualquier manera, las dos terceras partes de la obra son el recuento diario de las dificultades para vivir y para escribir un libro.
La última es La novela luminosa propiamente dicha.
Para dejar las cosas claras- si tal cosa es posible en este libro pleno de equívocos intencionados- el autor nos advierte en el Prefacio Histórico a La novela Luminosa:
“Yo tenía razón: la tarea es y será imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que había debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso, sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.”
Ya lo había dicho el poeta, refiriéndose al rapto amoroso: “Al penetrar en la sagrada esencia del misterio, lo único que hacemos es matarlo”.
¿Por qué escribe, entonces? Se preguntará el lector.
Por la misma razón invocada por los hombres a lo largo de los siglos: porque la vida está hecha de una materia tan vaga que solo el relato puede darle alguna forma.
Igual que Bartleby, el autor del diario y de la novela, preferiría no hacerlo y dedicarse a otras cosas: al vicio de la computadora que lo tiene enganchado con sus señuelos sin cuento. A la lectura de novelas policiacas baratas. A las pastillas tranquilizantes. Al análisis de sus sueños en una surte de parodia del sicoanálisis. A la búsqueda de un aparato de aire acondicionado que le permita sobrevivir al verano. A la observación de la conducta de las hormigas y las palomas. Al fantaseo sexual con mujeres deseadas que lo compadecen y, de paso, lo castigan con la más pavorosa de las formas de indiferencia femenina: la amistad.
Tiene, además, razones mundanas: ha sido beneficiado con una beca de la John Simon Guggenheim Foundation y tiene que cumplir con la entrega.
Por eso, la primera parte de la obra lleva el título de El diario de la beca. En sus páginas pretende consignar lo que la gente suele llamar Todo. Es decir, los múltiples rostros de la nada. Entre esos rostros están los amigos y las mujeres. Las amadas, las olvidadas y las que nunca llegarán.
Las que solo se insinúan a través de las experiencias luminosas. Es decir de los pliegues del sueño. Allí donde habita lo que no somos.
Existen muchos nombres para esas experiencias: milagros, visiones, revelaciones, Dios.
En su tarea el autor del diario parece a ratos un entomólogo o uno de esos investigadores que coleccionan hojas de plantas en un herbario. En todas las circunstancias, el principal objeto de estudio es él mismo.
La urdimbre infinita de sus máscaras.
De esa manera, prepara el terreno que le permite llegar, fatigado y torpe, a la escritura luminosa: el intento fallido de narrar sus encuentros con el milagro: el fulgor de unos ojos verdes, las avecillas que revolotean al otro lado de la muerte. La ternura de una prostituta. El sexo más allá del sexo intuido por los sabios de oriente. Un libro que se lee una y otra vez sin alcanzar nunca su final.
Es decir, el borde de lo inefable.
Ante lo inabarcable, quedan los tópicos. Algunos críticos han querido encontrar un parentesco con Kafka.
La fórmula es fácil y, por lo tanto, seductora.
Pero sería simplificar demasiado. Después de todo, Levrero propone un laberinto. No fórmulas para salir del laberinto.
Por eso su gran metáfora, como en toda la gran literatura contemporánea, es la ciudad. Su procesión de fantasmas que van y vienen sin saber si están vivos o muertos.
Así lo deja saber en un párrafo que funciona a modo de ajuste de cuentas:
“Pero también en aquel tiempo odiaba, a menudo, la ciudad; y era, aunque no supiera explicarlo, otra clase de odio. Tal vez el odio o el rencor del que ama y no es amado; la ciudad no tenía un lugar para mí, era hermosa y ajena. No era esta ciudad que, hasta hace poco, nos iba acorralando como una fiera desesperada, cubierta de heridas y desgarrones, azuzada y destrozada por fuerzas maléficas; ni esta ciudad de hoy, que miramos con la ternura con que se mira a una mujer enferma, a una mujer herida, a una mujer, quién sabe, con los dolores del parto.”
Hermosa y ajena como la ciudad: así es esta ¿Novela? ¿Diario? De Mario Levrero, que viene a sumarse a la desazón rediviva cada vez que nos asomamos a los relatos de sus compatriotas Felisberto y Onetti.
Tomado de: miblog-acido.blogspot.com
OCTAVIO PAZ: ENTRE IRSE Y QUEDARSE
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Autor: Gustavo Colorado Grisales
Siempre cae bien la buena literatura. Es por eso que en PlanC y de la mano del cronista Gustavo Colorado Grisales vamos a repasar algunas obras literarias universales de todos los tiempos, esos libros que esperan inquietos por nosotros en alguna biblioteca o librería.
Comenzamos con Mi casa fueron mis palabras, Antología poética de Octavio Paz.
He vuelto a los poemas de Octavio Paz después de varias décadas: tres, poco más o menos.
Es la única manera de asomarse a la hondura de los grandes poetas: frecuentarlos durante mucho tiempo, ojalá en la juventud, y abandonarlos por largas temporadas para volver a ellos cuando el camino nos ha dotado de otras miradas.
Madurez, llaman algunos a eso, aunque la palabra ha sido bastante manoseada.
Pero en fin, regresé a esos versos limpios, transparentes y afilados que nos ofrecen otras dimensiones del mundo y de nosotros mismos.
Poemas ingrávidos y a la vez densos, hechos de piedra, aire, agua, amor, fuego, viento, madera calcinada.
Porque para Paz el infinito universo está hecho de esas formas de la materia, animada siempre por la fuerza del amor, o de Eros, para ser más precisos.
Y la palabra poética, al ser cifra del mundo, participa de esa condición aérea y terrestre: dice y no dice; nombra y calla.
Para el reencuentro con la obra del escritor mexicano escogí el libro titulado Mi casa fueron mis palabras, Antología poética de Octavio Paz, con selección, prólogo y notas de César Arístides, en una edición del Gobierno de Colombia para el programa Leer es mi cuento.
El primer acierto del editor fue la elección del título: es toda una declaración de principios que recoge una antigua sospecha de la humanidad, fundada en la idea de que nuestra única residencia es el lenguaje.
Lo demás son sombras, simulacros.
Las palabras en tanto casa del ser: he ahí el arte poética de Paz. Gravitando sobre esa idea, el autor despliega un universo de imágenes y metáforas que va de las ideas limpias y descarnadas de Platón para descender pronto a lo más telúrico: la sexualidad como expresión de una condición que es a la vez instintiva y trascendente.
Dicho de otra forma, el cuerpo como medio para desvelar los misterios del alma.
Esa visión del mundo, explorada en un libro de ensayos que lleva el elocuente título de La llama doble, cruza en todas las direcciones los poemas de Paz. Después de todo, para el poeta la existencia se resume en un incesante ir y venir, un irse y quedarse; un permanente viaje entre la eternidad y el instante.
Así lo expresa en este poema:
Esos versos contienen las claves sobre las que gira la obra toda del poeta: la transparencia que es otra forma de la oscuridad, como bien lo advierte en uno de sus ensayos, cuando nos recuerda que la mucha luz es como la mucha sombra: no deja ver.
Tenemos también la idea de lo circular como expresión de lo eterno, resumida en la conocida imagen de la serpiente que se muerde la cola.
Y no puede faltar tampoco su visión diáfana del talante elusivo de todas las cosas incluido, desde luego, el hombre.
En esa visión, la consistencia de lo visible, del mundo material es pura ilusión. Apenas adelantamos la mano para palparlo, todo se nos escapa.
Es justo en ese instante cuando aparecen las palabras. Esa suerte de sombras de las cosas que, sin embargo, son lo único que tenemos para probar nuestra propia existencia.
Con todo, no tarda en emerger una certeza: frente al lenguaje infinito del universo, todos somos analfabetos.
Eso nos dice este breve poema:
El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo expresa esa misma idea en estos versos:
El poeta sabe que las palabras no alcanzan para desvelar la vastedad del mundo y sin embargo se empecina, porque sabe también que no dispone de otro instrumento, como el astrónomo que conoce las limitaciones de sus lentes, pero no tiene más remedio que seguir oteando con ellos el firmamento.
En ese empeño debe enfrentarse una y otra vez con la disonancia del propio ser, con el eterno desencuentro entre el universo y sus criaturas, como en este poema de Paz
De modo que siguiendo ese camino circular, regresamos al punto de partida. A las dos grandes sustancias de la poesía: el amor y la muerte, dos rostros de una divinidad bifronte.
A modo de recompensa, ese dios tornadizo nos entregó los tortuosos deleites del cuerpo. Pero no el cuerpo como organismo, sino como territorio donde lo fugaz y lo perdurable se tocan.
A la captura de ese instante sagrado que alumbra y fulmina con la fuerza del rayo, consagró Octavio Paz su vida entera, así en sus versos como en sus ensayos
Fue su manera de comprender lo humano, esa extraña aventura que se debate siempre en el acertijo de irse o quedarse.
Tomado de: miblog-acido.blogspot.com
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